Resulta interesante cómo nos acostumbrarnos a usar herramientas
extremadamente sofisticadas contentándonos con saber el resultado que
generan y la forma en que se usan. Obviando totalmente su configuración o
contenido, los ordenadores, los gps, y otros múltiples aparatos que nos
facilitan la vida moderna, son de uso cotidiano hasta en la vida de los
más pequeños. En todos estos casos (aparatos electrónicos) su diseño
tiene un fin concreto y práctico y lleva a ejecutarlo con la máxima
eficiencia.
Extrapolando este pragmatismo a cualquier uso
cotidiano, incluimos en nuestro esparcimiento diversas disciplinas
suponiendo un funcionamiento semejante. Pero resulta que en algunos
casos las “cajas negras” que usamos no han sido hechas para un fin tan
obvio, ni su diseño es unidireccional. Tal es el caso del Yoga.
En
una inmensa mayoría de los principiantes, se acomete la práctica del
Yoga siendo una absoluta víctima de nuestras inercias, proyectándolas
así como el cuerpo proyecta su sombra, en la forma de movernos, de
respirar y de relacionarnos con el ejercicio. Casi sin excepción, el
principiante espera obtener más fuerza, equilibrio, flexibilidad, o
cualquier otra cosa que él o ella espere encontrar en la
práctica. Establece una relación de principio y meta con el ejercicio,
lineal, que mide en tiempo, esfuerzo y resultados. Se evalúa
continuamente según estos parámetros.
Cuanto más rápido comprende que desarrollar cualquier habilidad hasta el extremo es innecesario en Yoga,
más rápido será su desarrollo en esta disciplina. La singularidad de
esta práctica radica en que su realización no depende únicamente del
ejercicio en sí, sino, más bien, de la relación que establecemos con él.
El
ejercicio, que en la mayoría de los casos es el objetivo, aquí es sólo
el medio, el pretexto… El verdadero fin es estudiar nuestro
comportamiento en él. El momento más interesante que un profesor de Yoga
puede vivir en la enseñanza es el momento en el que su alumno comprende
por fin este enorme principio.
Es a partir de entonces que deja de perseguir al Yoga y comienza a vivirlo.
Deja de fortalecer sus partes fuertes y comienza a observar sus
contrastes. Deja de importarle la cantidad, y comienza a importarle la
cualidad.
Como dije al principio, siendo víctima de nuestras
inercias entramos al Yoga como si fuera un terreno más en el que debemos
jugar nuestras cartas y hacernos más fuertes, y ganar algo. Y el mero
hecho de entender que no sirve de nada ese comportamiento nos desarma.
No
hay competitividad, no hay meta (al menos medible cuantitativamente) y
es de hecho el frenar nuestras inercias y aprender nuevos
comportamientos de nuestro cuerpo, de nuestro cerebro, de nuestras
emociones, de nuestra mente… lo que traerá el disfrute y la realización
de esa tan perseguida relajación, bienestar y otros sueños dorados.
No existe magia de “aprenda yoga en treinta días”.
No hay una medida mínima de esfuerzo, tiempo o en dinero que nos asegure
que a partir de ahí comprenderemos Yoga. Lo único que puede hacer más
cercano el aprendizaje del Yoga es que dejemos de prestar tanta
importancia a lo que se hace y le prestemos atención a lo que no hacemos
en la postura.
Cito una frase de Guruji Iyengar : “El Yoga siempre se practica desde lo invisible”.
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